Todos hemos necesitado saber hacia dónde. Todos hemos fijado la mirada en quien nos precedía en el camino. Todos hemos buscado rostros en la niebla que indicaran el camino hacia la luz para no desbarrar en la siguiente curva.
Me he preguntado muchas veces que tienen en común las personas que han sido decisivas en mi vida. No ha sido fácil encontrar una respuesta. A veces pensé que era la preocupación por mi persona o el cariño que me demostraban. En ocasiones creía que era la admiración que yo sentía por ellas. Más de una vez llegué a la conclusión de que se trataba de la implicación en proyectos o experiencias compartidas que llegaron a ser significativas para ambos. Estaba equivocado. Hoy sé que lo valioso de todas estas personas es que han sido inspiradoras en algún tramo del camino.
Inspiradoras porque han marcado estilo, me han iluminado o han señalado veredas nuevas. Inspiradoras porque fueron coherentes y audaces en momentos de mediocridad. Inspiradoras porque me han sostenido en situaciones de oscuridad y han abierto ventanas en mi existencia para que entre la claridad. Inspiradoras porque estuvieron en el momento justo y en el lugar oportuno alentando mi esperanza. Inspiradoras porque su abrazo me llenó de paz y de confianza en más de un momento duro. Inspiradoras, en fin, porque confiaron en mí incondicionalmente y su modo de vivir las hizo definitivamente creíbles.
Antonio ha sido una de esas personas inspiradoras y decisivas que han marcado mi historia personal. Los novicios admirábamos a don Antonio. Pero me ganó definitivamente cuando unos días antes de mi primera profesión me partí el tobillo jugando al fútbol; vino a mi habitación, se sentó conmigo un buen rato, me animó, hablamos de mil cosas y me dijo… “Mañana harás tu primera profesión como salesiano. Solo te deseo que seas al menos tan feliz como lo he sido yo en mi vida salesiana”. Y me abrazó.
No se me han olvidado nunca aquellas palabras. Una amistad profunda nos ha unido siempre. Lo he admirado. He aprendido de él. Me he dejado conducir. “Eres Eliseo…”, me decía sonriendo. Y le gustaba hablar del manto que me dejaba, como Elías a su discípulo. Aún recuerdo su emoción cuando me invitó a sucederle en la asignatura de cristología en el CET al jubilarse de las clases o cuando, al comenzar mi servicio como inspector, me susurró al oído: “Te tengo que enseñar cómo se hace”. Y sonreía.
Hablábamos mucho. ¡Me confié a él tantas veces! En momentos de oscuridad me iluminó. En situaciones de desconcierto me orientó. Cuando se hizo complicado seguir adelante me acompañó un tramo del camino sin importarle coger mi paso. La última Navidad, casi sin fuerzas, me abrazó la noche de nochebuena y me dijo: “¡Vas al capítulo! ¡Pelea por una Congregación más encarnada y valiente!”. Bien sabía yo de sus luchas allá por los 70 cuando, pleno de fuerzas y en tiempos de ebullición conciliar, aportó tanto a la renovación de nuestra Congregación y de nuestra Inspectoría.
Se zambulló de lleno en el misterio de Cristo y de su Iglesia. Teólogo agudo y coherente con un toque latinoamericano y liberador, tras su paso por La Católica de Chile, que atemperó con el tiempo. Trabajó con denuedo por impulsar las reformas conciliares. Se dejó la piel en la formación del clero, de los religiosos y de los laicos, sobre todo en el mundo de las hermandades y cofradías. Un hombre de institución y a la vez una mente libre. Honesto y auténtico. Renunció al poder y quiso permanecer siempre fiel a sus principios, al evangelio y a la madre Iglesia.
María fue su último puerto. A ella dedicó los años más brillantes de su quehacer teológico. La madre de Jesús, claro espejo de la santa Iglesia, fue la mejor síntesis de su vida. Esperanza Macarena y Auxiliadora, puerto seguro al final de su largo camino al servicio de Dios, de los jóvenes y de la comunidad cristiana.
Hoy el paisaje en el que crecí y maduré está un poco más desnudo. Me seguirá inspirando su recuerdo agradecido. Hasta siempre, maestro. Hasta siempre, hermano.
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